martes, 26 de febrero de 2008

Ni siquiera tengo la certeza

¿Se me ha vuelto invisible entre gusanos?
Carilda Oliver Labra

No he olvidado su nombre, así que voy por los andenes del metro, los microbuses, los centros comerciales o las librerías, a veces suspirándolo y, en otras, gritándolo fuerte para ver si una cara voltea y, por fin, reconocernos.
Lo conocí en el quinto trimestre de la universidad y estuve enamorada de él los años siguientes de la carrera más lo que llevo de vida. Disfrutaba tanto verlo con su cabello castaño, su chamarra negra y esos lentes pasados de moda que tenían como misión opacar el brillo de sus ojos, el cual era, por cierto, mucho menos intenso que el de las prodigiosas participaciones que tenía en clase. Su inteligencia era abrumadora, pero su timidez lo era aún más, el dueño de aquel cuerpo delgado era lo estrictamente amable pero lo suficientemente distante, algo parecido a las azafatas de los aviones con los pasajeros de segunda clase.
Decidí entrar en su vida hasta que lo conseguí. Aprovechando su cortesía lo invité a una de esas fiestas familiares en las que debes llevar pareja para que nadie se sienta con el derecho a preguntarte por tu miseria o tu soledad. Después lo invité a mi casa a tomarnos una botella de vino, a tomarnos de la mano, del cuello, de la cintura, de los labios, del corazón. Lo quise mucho más de lo que se lo hice saber, los celos, siempre los celos lograron que me tragara el amor y se me quedara tan adentro que ahora tengo que andar por las calles con su nombre deshaciéndose y reviviéndose entre mis labios, carajo, parezco la llorona.
Me separé de él por mis manías acumuladas y su retorcida habilidad de salir limpio de cualquier discusión. Siempre que chocábamos lo veía elevarse sobre mí sin mácula sin culpa sin remordimientos, era como si nunca pudiera alcanzarlo, pero por lo menos sabía donde estaba. Ahora ni siquiera tengo la certeza de su perfil.
Según insistentes rumores que me negué a creer durante mucho tiempo, Julio Cortázar murió con el aspecto de un joven, además de que nunca dejó de crecer, efebicia le llamaron al asunto. Todo ello me parecía igual de envidiable que ridículo, eso no puede ser, pensaba, la gente envejece y ya, pero un día, cuando prendí la televisión para que me hiciera compañía, el canoso e inexpresivo hombre que siempre tenía malas noticias que ofrecerme relató una nota aún más extraña que eso y, por supuesto, sus palabras me impactaron aún más que cualquier capítulo de Rayuela o de la vida de ese argentino.
“Un hombre ha sido afectado por una extraña enfermedad, los médicos la han llamado tentativamente an-dro-me-ta-mor-fo-sis. Según investigadores alemanes, estadounidenses y británicos es el segundo caso del que se tiene noticia. Aunque siempre se creyó que la historia de Harold Cronemberg —ocurrida en 1632— era un mito, quedó registrada en las páginas de los antiguos libros de medicina europeos. Al igual que Harold, el hombre de 31 años de edad, que prefiere guardar el anonimato, en lugar de envejecer ha ido cambiando la apariencia de su cuerpo. De acuerdo con los relatos, Cronemberg murió cuando no quedó ningún rasgo de su apariencia original, cuando se convirtió, literalmente, en otra persona”.
Lo particular de la noticia consiguió que clavara los ojos en las imágenes, quedé como hipnotizada cuando pasaron a la entrevista. Diluyeron el rostro del afectado a petición suya, parece que todo el asunto traía demasiadas complicaciones legales. Lo que hizo que perdiera el aliento fueron sus manos —una vez más—. Eran suyas, cómo no iba a reconocerlas si fue lo primero que le adoré y aún las reconstruyo todas las noches cuando simulo que me tocan. Escuché su voz con cuidado, eres tú, le grité a la pantalla, aullé su nombre, temblé, lloré, marqué su teléfono —nunca contestó ni el fijo ni el celular— manejé hasta su casa, casi tiré la puerta a golpes, pero nada. Cuando le pasó el susto su casera me comentó que habían ido por él, hacía poco, una ambulancia, dos patrullas, agentes y hasta unos reporteros. Ni nos dejaron enterarnos bien, si hicieron mucho escándalo pero no soltaron nada, algo malo ha de haber hecho señorita, ni lo busque, no vaya a ser que se meta en problemas, quien lo viera mire, tan buena gente que se veía…
Me metí de nuevo en el carro deseando que de verdad hubiera cometido un crimen, porque así seguro lo encontraba en el reclusorio, por lo menos podría pedir permiso para hablar con él y decirle que fue una lástima que nos hubiéramos gritado la última vez, que me explicara por qué nos fuimos odiando, por qué no nos pudimos disculpar, por qué no había podido olvidarlo. A cambio le pediría que me condenara, que me absolviera, que me volviera a besar.
Pero se lo tragó la tierra, no he encontrado rastro, pistas, nadie que me diga nada de él. Tampoco me ha buscado. Sólo habían pasado un par de meses desde que decidimos separarnos hasta que vi la noticia, pensaba que me buscaría como siempre, pero es claro que se cansó. Algo muy malo debió pasarle a mi recuerdo, quizá borró de su mente mi imagen o encontró en su nueva situación la mejor oportunidad para esfumarme de su vida o simplemente pudo olvidar o tiene cosas más graves de que ocuparse. Sólo él puede arrancarme las dudas. Dejé de manejar para poder andar entre los trenes del metro, los museos, las bibliotecas o las calles del centro murmurando o desgarrando su nombre a la menor provocación. Que algún hombre responda a mi llamado diciendo “soy yo ratón” es la única forma que tengo de localizarlo. Necesito verlo, necesito tocarlo antes de que cualquiera de los dos cambie por completo, antes de que yo pierda la razón o él su apariencia y sea demasiado tarde. Ayúdenme por favor, me hace tanta falta.