viernes, 25 de julio de 2008

Una desesperante historia inconclusa

La red fue más eficiente que un detective privado. Unos cuantos movimientos de los dedos y su nombre completo apareció en la pantalla. Mejor aún, se desplegó la compañía para la que trabajaba y su número telefónico. Seis años sin verlo…que estupidez…que estupidez estar lejos, sola, hundida de monotonía, de hartazgo, de nostalgia. La última vez ni siquiera lo vio, sólo escuchó su sonrisa a través de su voz y su voz a través del celular: vente conmigo, le dijo, vámonos de viaje, anda no hagas la maleta, yo te compro ropa, si no nos vamos juntos ahora no lo haremos nunca. Y no lo hicieron nunca. La suya era una desesperante historia inconclusa porque ambos fueron increíblemente torpes y la valentía les llegó en diferentes tiempos y en diferentes intensidades.
Hace trece años, cuando ambos tenían 19, se conocieron en la escuela superior y no se separaban ni un instante. En cuatro célebres ocasiones sus labios estuvieron muy cerca, pero simplemente se acariciaron la punta de la nariz. Cada uno por su lado se arrepintió de no haber abrazado más fuerte, quizá sus vidas serían diferentes si la enorme atracción que sentían en lugar de aterrarlos hubiera logrado aferrarlos, pero no sabían qué hacer con tanto. Y no hicieron nada. Cuando tres semestres después ella se cambió de carrera a una universidad mucho más lejana, ninguno de los dos se despidió. Par de cobardes.
Ahora ella tenía los datos que necesitaba para poder escucharlo de nuevo, pero no sabía qué decirle. Mientras tomaba y dejaba el auricular del teléfono no paraba de pensar en el día en que él se convirtió en valiente, la encontró después de casi cinco años, la invitó a salir, la besó con el tiempo detenido en la boca, le tocó las piernas con curiosidad y desesperación eternas, y le dijo que, aunque no había dejado de pensar en ella ni un instante, por una de esas torpezas de las que sólo ellos eran capaces se había casado. Pensé que nunca te encontraría, sigue besándome por favor, suplicó el valiente adúltero, pero a ella le pesaban los labios de prejuicios morales y, por una de esas torpezas de las que sólo ellos eran capaces, no pudo seguir con el breve encuentro ni aceptó la invitación al viaje que él le hizo unos días después. La duda de lo que hubiera pasado si se hubieran fugado juntos esa tarde la había perseguido seis años más.
Es ahora o nunca, pensó ella, tengo casi 33 y le di la vuelta a mi alma gemela, varias veces. Por lo menos ahora merecemos que ponga mi espalda una vez más, puede acariciarla o apuñalarla, debemos cerrar esto. Al cuarto tono del teléfono una voz al otro lado de la línea la comunicó con él: Hola, licenciado, que raro decirte licenciado, soy yo ¿me recuerdas? No puedo creerlo, que sorpresa, contestó él, claro que te recuerdo, nunca he dejado de hacerlo…