lunes, 19 de noviembre de 2007

Nicotina

No me enamoré de él instantáneamente, fue más bien un proceso inevitable. La explicación es sencilla, no se podía hacer otra cosa después de respirarlo algunas veces, se plantaba en donde fuera de un modo simple y fascinante.
Amarlo se convertía en una necesidad. Escuché hoy por la mañana que la nicotina era mil veces más adictiva que la cocaína y que cada vez más gente se enganchaba a ella. No pude evitar recordarlo, él era muy parecido a un cigarro: brillante, tentador, disfrutable después de comer y un excelente acompañante con alcohol, además, en poco tiempo, lo único que se deseaba era tenerlo pegado a los labios o paseándolo entre los dedos.
De vez en vez deseaba depender de su presencia mucho tiempo, quizá hasta que me causara algún cáncer que sólo se curara extirpando un órgano, en ocasiones incluso llegué a pensar que sería muy romántico morir invadida de él, pero me detuve más o menos a tiempo. El señor Nicotina era una tentación demasiado popular y yo soy muy egoísta…o muy cobarde.
Debo confesar, sin embargo, que esta no es una historia ejemplar de resistencia a la tentación, en gran medida el codiciado romance no prosperó porque Don Nicotina nunca me aceptó el corazón que arrancado y en la mano —en el más puro estilo de San Agustín— le ofrecí de todos los modos posibles.
No pretendió nunca poseer los latidos que me provocaba, aunque algunas veces deseó mi cuerpo, un par de noches lo ambicionó, en una madrugada lo acarició y casi por casualidad me hizo completamente feliz. Con la mente llena de los versos de amanecí otra vez entre tus brazos, me despedí de él hasta muy entrada la tarde de aquel día. Juro que mis pies no tocaban el suelo, estoy segura que mis pasos descansaban sobre humo de cigarritos cubanos elaborados a mano.
Con el paso de los días volví a caminar sobre la superficie terrestre. Contrario a lo que todos los poros de mi piel anhelaban, el paseo por las siete maravillas de su cuerpo no se había podido repetir, traté de superarlo invadiéndome por completo de un conformismo tan inútil como el amor que le ofrecía y me hacía fuerte pensando que haber estado con él en esas pocas pero memorables ocasiones era más de lo que yo hubiera podido soñar en esta vida, en las pasadas y en las que me faltaban por vivir.
Como promoción refresquera me dediqué a canjear el recuerdo de esas madrugadas por infinidad de sonrisas sobre mi cara —ya se sabe como es esto, se cambia recuerdo de un beso por una sonrisa, el de una caricia inolvidable por sonrisa con carcajada y así sucesivamente—. Todo estaba en equilibrio hasta que en otra mañana prematura se me borró toda la felicidad, real o inventada, que había sostenido a mi amor platónico hasta entonces.
En una fiesta donde había más gente que sillas y más plática que música, el señor Nicotina acaparaba las miradas y las opiniones como siempre, mientras tanto, desde mi posición de flor de loto en el suelo, mis cristalinos trataban de enfocarlo, todo mundo fumaba y yo quería verlo con claridad, quizá su imagen podría ayudarme a encontrar la razón por la que yo lo quería tanto. Era fácil saber porqué las demás lo deseaban siempre, bastaba con verlo desenvolverse en aquella plática sobre lo que hacía de una pareja una pareja “real”, él tenía los rasgos justos, los ademanes correctos, las palabras certeras que salían de su boca como las notas del tumarit y con el mismo fin que su melodía: encantar.
Por supuesto que yo lo adoraba —literalmente, lo adoraba— por esas razones, pero en ese momento descubrí que mi veneración radicaba en el hecho de que él era todo lo bueno y todo lo malo que yo no había podido ser, él había hecho todo lo que en mi siempre se había quedado como un plan, él era valiente, él era perfecto.
—Lo que hace de una pareja una pareja real, es la convivencia, dijo una chica castaña disfrazada de hippie mientras le dirigía una mirada de complicidad a su novio. Su voz, aguda y cercana me sacó por un momento de mi reflexión.
—¡¡¡No, no, no!!! Interrumpió entre carcajadas y sin soltar su vaso el dueño del único disco que había para la fiesta: lo que hace de una pareja una pareja real, es el sexo.
Con sus rasgos justos y suaves el señor Nicotina contestó: eso no es cierto, el sexo es sólo un complemento, hay buenas parejas que no siempre lo necesitan para ser una pareja real. Utilizando los ademanes correctos, bajó la mirada al suelo, me observó y dijo: ella y yo somos como una pareja real. En ese momento el ritmo cardíaco y el tiempo se me detuvieron, todos los ojos y los oídos se abrieron para escuchar el final de la oración, las siempre certeras palabras del señor Nicotina, éste separó confiadamente los labios para decir: y nunca nos hemos acostado.
—Eso no cuenta en esta discusión, interpeló el dueño del vaso y del disco, ustedes no son pareja, son amigos, y no hay más. En realidad, esas fueron las palabras más certeras que yo escuché aquella vez.
Como tenía las piernas dormidas me levanté como pude, puse mi boca entre su ojo y su oreja, tan cerca que toqué su piel con mi nariz y le dije muy, muy bajito: ¿nunca? tú y yo, ¿nunca? y por primera vez no escuché ninguna respuesta del señor Nicotina, justo ahora que la necesitaba de verdad. Quizá no sea su culpa, apuesto que Pedro el apóstol tampoco hubiera podido contestar nada si el mismísimo le hubiera dicho frente a aquellos soldados ¿nunca, tú y yo no nos hemos visto nunca?
Después de eso, no sé muy bien como, los días pasaron y yo pasé por los días, con el alma en quiebra por supuesto. No lo dejé de amar instantáneamente, fue más bien un proceso inevitable. Me aparté de él poco a poco, todo fue cosa de dejar ardiendo su recuerdo como quien deja un cigarro encendido sobre el cenicero, hasta que, por el peso y el tiempo, la ceniza quemada cae sin remedio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre he pensando que la nicotina es casi como describes al susodicho la unica gran difenrencia es que ella no se hace la tonta o al menos no te hace pensar otra cosa ( o sera que todo lo imaginamos )...
En fin me encanto........